martes, 3 de febrero de 2009

PROSTITUCIÓN, POLÍTICA Y POESÍA-Esther Díaz (fragmento de "La mujer de mi vida", Buenos Aires, septiembre de 2005)

Eva Perón

La burguesía argentina decimonónica se autoproclamó rectora de los valores, ideales, y designios que conducirían a la consolidación nacional. Esos argentinos, que “tiraban manteca al techo” en París, necesitaban seres dóciles y obedientes en tierra patria. Se garantizaría así la hegemonía moral, económica y política de los poderosos a costa de la sumisión de las clases populares. Como parte de esa campaña pacata, controladora y domesticante, había que hacerse cargo de tanto semen viril que –se suponía- quedaría sin contención ni objeto al prohibirse la prostitución, que había sido legal en Buenos Aires desde 1875 hasta 1936.

Las prostitutas, entonces, se tornaron más inquietantes que cuando estaban encerradas. Al romperse los fuertes lazos mafiosos que sostuvieron el dispositivo de la prostitución legal en la Argentina, los hombres que construían la Nación se comenzaron a preocupar por las supuestas alianzas entre prostitutas y políticos “peligrosos”. Es decir, militantes y activistas no condescendientes con la oligarquía y con el buen orden burgués que se pretendía imponer. Las mujeres de la mala vida no solo eran despreciadas por la actividad que ejercían –a veces contra su voluntad- sino también por su potencial peligrosidad política nacida, tal vez, de sus contactos con anarquistas, socialistas y, más tarde, otros varones con sensibilidad social.

Ahora bien, promediando la primera mitad del siglo XX, la mujer prostituida deja de ser una víctima pasiva, incluso puede llegar a ser admirable si se reviste de virtudes piadosas. César Tiempo, un escritor del Grupo de Boedo, cuyo verdadero nombre era Israel Zeitlin publicó una poesía bajo seudónimo femenino: “Versos de una puta” de Clara Beter cuya broma literaria es un excelente detonante para reflexionar sobre el espinoso tema de la mujer atractiva y soez, al mismo tiempo. La supuesta autora relata su trágica historia, recuerda su infancia ucraniana aparentemente feliz, su desconcertante llegada a un país extraño y su caída vergonzante “haciendo la calle” en la Argentina. Su resignación, humildad, sinceridad, pasividad y piedad quedaron registradas:

A veces

Hasta me da vergüenza llorar

Pensando en lo pequeña que es mi pena

Ante la enorme pena universal.

¿Qué es mi dolor de triste yiradora

ante el de aquellos que no tienen pan?[i]

La poesía de la mujer deshonesta apareció en periódicos nacionales y provinciales y en una recopilación publicada por el anarquista Elías Castelnuovo. Fue tal el éxito alcanzado por las palabras húmedas de esperma, alcohol y lágrimas, que César Tiempo -enmascarado en su seudónimo femenino- tuvo que establecer domicilio para hacerse cargo del aluvión de correspondencia que inundaban las redacciones. Decidió hacerlo en Rosario, por aquel tiempo “la Chicago argentina”, y recibió gran cantidad de cartas de hombres que se solidarizaban con su dolor.

El modelo de resignación y piedad de Clara exacerbó los entusiasmos masculinos. No se la juzgaba negativamente. Por el contrario, se enaltecía su piedad. Parece que varios señores hubieran viajado con gusto hasta la ciudad santafesina si Clara les hubiera concedido una cita. Y a falta de encuentro personal, se consolaban escribiéndole a esa mujer que había sabido conjugar –tan bien – las dotes que debe de reunir una mujer, que no sea la propia: ser felina en la cama, sensible en lo social y culposa en lo moral. Habría que preguntarse hasta qué punto el éxito de esa poesía no se debió a que estaba (bien) escrita por un hombre. Es decir, por alguien que tenía claro aquello que, en su época, se esperaba de una mujer que se pusiera al servicio de las necesidades sexuales de los varones. Se le toleraba que vendiera su cuerpo a condición de que expresara arrepentimiento, conmiseración y solidaridad.

La poesía de César Tiempo se escapa del modelo social-literario detectado en nuestros autores de temas prostibularios, como Francisco Sicardi, Manuel Gálvez y Roberto Arlt, entre otros, con sus arquetípicas prostitutas que caen en los bajos fondos, y se juntan con varones desaconsejable, fundamentalmente por ser presuntos agitadores sociales. En ellos, las “minas perdidas” se alían con hombres temibles, como los rufianes y los militantes políticos. Pero esas mujeres irremediablemente son castigadas por la vida. No tienen hijos y si los tienen, no sobreviven, y cada una de ellas termina “sola, fané y descangayada”, tuberculosa y humillada. Generalmente muere prematuramente, a no ser que se redima abandonando “la calle” y dedicando su vida a un hombre honrado como hace Nacha Regules, la arquetípica prostituta de Gálvez.

La contraparte (imaginaria) masculina de las controvertidas damiselas liberadas del burdel legal, más que el rufián, era el agitador social, que inquietaba en tanto político diferente, pero que no aparece en la literatura de Cesar Tiempo, aunque dos décadas más tarde aparecerá en la realidad. Se trata de Juan Domingo Perón. Un militar gozador de sofisticadas mujeres de la farándula que, extrañamente para la época, desarrolla una intensa defensa de los desposeídos. Quizás su impulso social provenía de su condición de hijo extramatrimonial de una empleada doméstica. No obstante, logró ser militar de carrera (en realidad hubiera deseado ser médico, pero no pudo por razones económicas), logró también el poder y una belleza femenina, también hija extramatrimonial y de condición humilde, devenida actriz.

Entre la mujerzuela encerrada en el lupanar y la trota calles Clara Beter se produce una transición: el objeto prostibulario femenino puede redimirse mediante su sensibilidad social. Es la condición de posibilidad simbólica de una mujer real (cuya reputación fue puesta en duda por la burguesía) que en poco tiempo surgirá en la palestra nacional, Eva Duarte. La relación imposible se hizo posible. La mujer transgresora, Eva, se une al político diferente, Perón. De esa unión, al igual que de las uniones literarias tan temidas, tampoco nacen hijos. Este hecho, que desde la perspectiva de la moralina neovictoriana podía ser una validación de lo funesto de esa relación, desde el ideario popular significó el reciclaje de viejos mitos fundacionales respecto de la figura femenina: la mujer, si no es santa, es puta.

La “mitad” maldita de Eva era reivindicada por los oligarcas que la llamaban “desclasada”; por los neovictorianos que la consideraban una mujer de mala vida; y por los políticos tradicionales (militares incluidos) que la declaraban intolerable. Esta era la parte odiada, despreciada, innombrable.

La otra “mitad” era la rescatada por las clases populares, que vieron en ella a la santa, la idealizada, la dama cortés y hasta la virgen. Porque si bien nunca se levantaron banderas en ese último sentido, el hecho de que no haya tenido hijos biológicos, alimentó mejor la idea de una especie de virginidad y de maternidad simbólica.

Por otra parte, Eva trabajó hasta el agotamiento para reforzar esa imagen. Madre de lo trabajadores, de los descamisados, de los humildes. Respecto de quienes valoran su imagen, aun sin ser justicialistas, cabe destacar a las feministas y algunos militantes izquierdistas nacionales. Las feministas, porque si bien el discurso de Eva era sumamente machista -todo lo hacía “por su General”, todo sacrificio era poco si se hacía en nombre de “su hombre”- impulsó el voto femenino, multiplicó los derechos de las mujeres y veló por el futuro de los hijos de esas mujeres. Astucia de la razón femenina: un discurso machista al servicio de prácticas que revalorizan la figura de la mujer.

En el caso de los militantes de izquierda peronista, el enunciado que paseó por todos los rincones de la Argentina lo dice todo: “Si Evita viviera, sería montonera”. Esta enunciación da cuenta de la veta combativa de Eva. Sin detrimento de que luciera joyas magníficas y se vistiera con diseñadores europeos. También esta ostentación de parte de alguien que se preocupara por los pobres era una novedad. Pues las Damas de Caridad que, por no asimilar a Evita, fueron borradas como institución filantrópica, siempre se presentaban ante el pobre, haciéndole sentir la diferencia proveniente de una noble cuna. En cambio Eva era su igual y había accedido a un estatus privilegiado al que parecía que podrían acceder también sus descamisados.

Hasta que ella aparece en el escenario político argentino, quienes ejercían el poder imponían deberes a los trabajadores en general y a las mujeres en particular. Con el peronismo y con el evitismo, se comienza a hablar de derechos. El derecho de los trabajadores, de los niños, de los ancianos, de los iletrados, de los sin techo, de las mujeres. Esto conmovió los dispositivos del deseo y duró mucho más que la “primavera peronista”.

Entre la trama de motivaciones materiales y simbólicas que constituyeron la imagen de Eva (independientemente de su realidad histórica) no pesa poco, por cierto, su nombre. En la vertiente judeocristiana de nuestros mitos fundantes, Eva es la primera mujer. En la Argentina también lo fue. Las dos fueron consideradas –por muchos hombres y por demasiadas mujeres- grandes pecadoras. Pero nadie puede quitarles el mérito a una, de ser la madre de todos los humanos; y a la otra, de los excluidos sociales de una época de la historia argentina.

A la primera Eva, la del pecado original, nadie le dedica altares. A la segunda, autoproclamada madre de los humildes, nunca le falta alguno. Será tal vez porque supo anudar en su imagen a la Eva originaria -madre de la humanidad- y a la María redentora -madre de Jesús-. Además, algo que parece casualidad, pero tal vez sea determinismo nominal, se llamaba Eva, pero también se llamaba María.

[i] Fragmentos de la poesía “Versos de un puta” de Clara Beter (César Tiempo).