lunes, 10 de agosto de 2009

De las sombras surge la luz... De la pena, nuevamente, yo...


Hoy volví, por el tiempo en que tarda una lágrima en caer, a recordarte. Y entonces, igual que entonces, igual que siempre, hasta el final, te digo... Como un payaso que grita ALEGRÍA, un estupendo grito de tristeza loca... ALEGRÍA, ALEGRÍA, TU ALEGRÍA como un asalto al dolor... Hasta que nos volvamos a ver te extraño, y a cambio de los besos que te adeudo, mis lágrimas, pero de ALEGRÍA...

EL TIEMPO PASA-Mario Benedetti


-¿Alguna vez hiciste eso? -preguntó Gloria con una sonrisa tan espontánea que Sebastián, a sus quince recién cumplidos, sintió que le temblaban las orejas.

-No. Nunca.

Hacía tantos años de ese diálogo, pero Seba no ol­vidaría jamás su continuación.

Gloria era, como su nombre (falso, por supuesto) lo indica, la puta más gloriosa de la calle Finisterre, pero su gran atractivo estribaba en que no tenía as­pecto de ramera, ni se vestía como tal, ni se movía como tal. Era tan sólo una veinteañera sencillamente hermosa, que atraía a los hombres con prolija hones­tidad, informándoles desde el vamos que no tenía vocación de amor único.

-¿Querés inaugurarte conmigo?

-Si usted lo permite.

Ante aquel inesperado tratamiento respetuoso, Glo­ria estalló en una franca carcajada, que por fin logró quebrar la timidez de Sebastián. Así, con el mejor de los humores, ambos penetraron casi corriendo en el bosquecito de los sauces orilleros.

Cuando Gloria halló el sitio que le pareció ade­cuado y protegido de curiosos y viejos verdes, atrajo con suavidad a Seba, le desabrochó lentamente el short, hizo que él la desnudara a medias, y de inme­diato dio comienzo al curso preparatorio que culminó en un coito, tan elemental y tan tierno, que Seba estuvo a punto de llorar. De alegría, claro.

A pesar de su inocencia, Seba tuvo la precaución de no comunicar su ficha (apellido, domicilio, fami­lia, etcétera). Después de todo, sabía que ésas eran las reglas del juego.

El curso completo incluyó cinco clases, al cabo de las cuales Seba obtuvo de su ufana y generosa amiga el certificado de candida destreza, y si el adiestra­miento no se prolongó fue porque el padre de Seba, un tal Basilio Aceves, viudo prematuro, decidió cambiar de casa, debido a que la actual contenía de­masiados recuerdos y añoranzas de su mujer, falleci­da muy joven en un absurdo accidente de carretera. Basilio exageró el deseo de alejamiento y encontró una linda casita con jardín en el otro extremo de la ciudad.

Para despedirse cumplidamente de Gloria, Seba tuvo que esperar, a la hora del crepúsculo, a que ella volviera de atender a un cliente exigente, avaro y re­miso. Lo cierto es que fue un adiós sobrio, pero con una buena dosis de sentimiento y gratitud.

Durante un par de años Sebastián mantuvo aquel estreno en el ordenado desván de su memoria. Sabía que algún día le sería útil en el desarrollo de su carre­ra amatoria.

En el nuevo barrio, Seba, comunicativo y bien hu­morado, hizo amistades de ambos sexos. Ya en épo­ca universitaria, su entrenada malicia le llevó a dejar varias novias en el camino. El padre no hacía pre­guntas; a lo sumo algún comentario irónico, que Seba recibía como una muestra de compañerismo, algo así como un intercambio entre muchachos. La viudez de Basilio y la orfandad de Sebastián los ha­bían acercado, aunque rara vez mencionaran el nom­bre de la ausente.

El día en que Sebastián cumplió veintitrés años, Basilio le pidió que cenara en casa. «Te reservo una sorpresa. Ya verás.»

A medida que avanzaba la tarde, Basilio se fue po­niendo alegremente tenso. Había encargado la cena conmemorativa en un restorán de cinco tenedores. Con un gesto de paternal condescendencia, sirvió dos whiskies, y a mediados del segundo la frase sonó como un disparo: «Sebastián, me caso».

Seba se levantó y, sin decir palabra, lo abrazó. A Basilio le brillaron los ojos. «Me hace feliz que te parezca bien. De todas maneras, podes estar seguro de que la imagen de tu madre permanecerá intacta entre nosotros. Pese a mis cuarenta y pico, ya era muy duro permanecer sin amor, sin un cuerpo en la cama. ¿Lo entendés, verdad?»

-Sí, claro.

A las ocho sonó el timbre y un Basilio exultante se puso de pie. «Seguramente es ella. Quise aprovechar tu cumpleaños para que se conocieran.»

Seba escuchó que se abría la puerta de calle. Diez minutos después entró el padre con una mujer to­davía joven y atractiva, que examinó a Sebastián con una mirada que mezclaba el encanto con la tur­bación.

«Bueno, bueno», dijo Basilio. «Ha llegado el mo­mento crucial de las presentaciones. Este es Sebas­tián, mi único hijo. Y ésta es Carmela, mi futura.»

Como culminación de aquel trance épico, Basilio no pudo contener una carcajada nerviosa.

Pero Sebastián sabía (y ella también) que esta Carmela no era Carmela, sino la cautivante Gloria de sus quince abriles.