sábado, 12 de febrero de 2011

" El caso del sargento enmascarado, es decir el poeta resucitado" - Guillaume Apollinaire


El nuevo Lázaro se sacudió como un perro y dejó el cementerio. Eran las tres de la tarde y por todos lados estaban pegando carteles relativos a la movilización.

E S T E

E S E L

A T A Ú D

E N E L

Q U E Y A

C Í A P U

T R E F A

C T O

Y P A

L I

D O

Reclamó un duplicado de su libreta militar en la gendarmería y como estaba en el servicio auxiliar, se hizo pasar al armado.

Desde hacía alrededor de tres meses, vivía en el depósito del N° Regimiento de Artillería de campaña en N.m.s.

Una tarde, hacia las seis, leía melancólicamente este curioso anuncio que decora un lienzo de pared en una callecita cercana al circo romano:

L A

C A S A P L A T Ó N

N O T I E N E S U C U R S A L

cuando ante él se irguió un singular sargento que formaba parte de su regimiento y cuyo rostro estaba cubierto por una máscara ciega.

— Sígame —le dice la máscara extraña—. Y cuidado con él.

— Lo sigo, sargento, —dijo el nuevo Lázaro— pero, dígame, ¿está herido?

— Tengo una máscara, artillero —dijo el sargento misterioso y esta máscara oculta todo lo que usted quisiera saber, todo lo que usted quisiera ver, oculta la respuesta a todas sus preguntas desde que usted ha vuelto a la vida, hace que todas las profecías se callen y, gracias a ella, ya no es posible que usted conozca la verdad.

Y el artillero resucitado siguió al sargento enmascarado; llegaron a la iglesia del Carmelo y tomaron el camino de Uzes que llevaba a los cuarteles.

Entraron, atravesaron el patio de honor, fueron por detrás de los edificios hasta el parque, donde apoyándose contra la rueda izquierda de un 75, de pronto el sargento se sacó la máscara y el poeta resucitado vio ante él todo lo que quería saber, todo lo que quería ver.

En los grandes paisajes de nieve y de sangre, vio la vida dura de los frentes; el resplandor de las granadas que explotan; la mirada alerta de los vigías agotados por la fatiga, al enfermero dando de beber al herido; al suboficial de artillería agente de enlace de un coronel de infantería esperando con impaciencia la carta de su amiga; al jefe de sección tomando la guardia en la noche cubierta de nieve; al Rey-Luna que flotaba por encima de las trincheras y gritaba, no en alemán, sino en idioma francés:

«Me toca a mí quitarle la corona que le di a su abuelo».

Al mismo tiempo, arrojaba pequeñas bombas llenas de angustia de locura sobre sus regimientos bávaros; en el cuerpo de los garibaldinos, Giovanni Moroni recibía una bala en el vientre y moría pensando en su madre Attilia; en París, David Bakar tejía pasamontañas para los soldados y leía L'Echo de París; Vierselin Tigoboth, conducía montado sobre el caballo de atrás, un coche blindado belga hacia Ybres; la señora de Muscade cuidaba a los heridos en un hospital de Cannes; el falso poeta Paponat era sargento furriel en un depósito de infantería de Lisieux; Rene Dalize comandaba una compañía de ametralladoras; el pájaro del Benin camuflaba piezas de artillería pesada; en Szepeny, en Hungría, un viejito elegante se suicidaba ante el altar donde descansa el relicario de Santa Adorata. En Viena, el conde Polanski, cuyo castillo está en los alrededores de Cracovia, regateaba en la tienda de un baratillero una máscara singular en forma de pico de águila; el feldwebel Hannes Irlbeck ordenaba a sus reclutas matar a un viejo cura de las Ardenas y a cuatro muchachas indefensas; el viejo ventrílocuo cómico Chrislam Barrow iba a dar funciones a los hospitales de Londres para distraer a los heridos.

Luego, el poeta resucitado vio los mares profundos, las minas flotantes, los submarinos, las temidas flotas. Vio los campos de batalla de Prusia oriental, de Polonia, la calma de un pueblito siberiano, los combates de África, Anzac y Sedulbar, Salónica, la elegancia escueta e infinitamente terrible del mar de trincheras en la Champagne Pouilleuse, al sub-teniente herido que se lleva a la ambulancia, a los jugadores de béisbol en el Connecticut; y batallas, batallas; pero en el momento en que iba a ver el final de todo esto, y sobre todo lo que tenía el deseo de conocer, el sargento se puso de nuevo la máscara ciega y dijo antes de irse:

— Artillero, usted faltó al llamado. Será anotado como ausente.

En ese momento la trompeta tocó el tierno y melancólico toque de retreta.

Levantando la cabeza antes de volver al dormitorio del cuartel, el poeta resucitado vio que en el cielo las estrellas se habían agrupado, que sin empañarse se deshojaban en pétalos odoríficos y formaban esta inscripción resplandeciente, como puntos de impacto de millones de gritos lanzados por la tierra y el cielo:

V I V A F R A N C I A

D U E R M E E N

S U P E Q U E Ñ O

L E C H O D E S O L

D A D O M I P O E T A R

E S U

C I

T A

D O

Luego, se fue como los otros con un destacamento...

Y el frente se iluminaba, los hexaedros rodaban, las flores de acero se abrían, las alambradas enflaquecían ensangrentadas por el deseo, las trincheras se abrían como las hembras delante de los machos.

Mientras el poeta escuchaba maullar a las granadas por encima de los hipogeos que excavaban los soldados, una Dama maravillosa acariciaba su collar de hombres atentos, ese collar sin igual, río panétnico que chorrea fuegos innumerables.

Y los caballos de brisa babeaban bajo la lluvia.

Oh día verdoso hacia donde va el regimiento de situación.

Oh trincheras, hermanas profundas de las murallas.

El sargento de la máscara ciega llegó a caballo hasta las líneas con un servicio de maderos para las trincheras, envuelto en vapores asfixiantes y sonriendo al futuro con amor, cuando el estallido de un obús de grueso calibre le golpeó la cabeza de donde salió como sangre pura, una Minerva triunfal.

¡Todo el mundo de pie para recibir cortesmente a la victoria!